Conversaciones entre el cerebro y el sistema gastrointestinal
Una parte importante de la población reporta malestares gastrointestinales ante una situación de estrés. Cuando esto ocurre de manera crónica, estamos en presencia de una alteración en el “eje cerebro-intestinal”.
El eje cerebro-intestinal (o intestino-cerebro) se refiere a la comunicación bidireccional que hay entre estos órganos. El cerebro le manda información al intestino a través de vías nerviosas, como el nervio vago, pero también a través de diversas sustancias químicas que viajan por el torrente sanguíneo, entre ellas hormonas y mediadores inmunológicos. Un claro ejemplo de esto se observa cuando nos enfrentamos a un peligro inesperado: si venimos saliendo de almorzar y nos encontramos sorpresivamente con un perro furioso, nuestro cerebro le indicará al sistema gastrointestinal que detenga el proceso de digestión, de manera de redistribuir esa energía hacia nuestros músculos para correr y poder escapar de la situación. El intestino, a su vez, es capaz de conversar con el cerebro utilizando las mismas estrategias de comunicación. Por ejemplo, si sufrimos de una intoxicación alimentaria, el sistema gastrointestinal le indicará al cerebro que es necesario reponerse, por lo que el cerebro mandará una sensación de malestar generalizado que nos obligue a tomar un descanso.
La tan necesaria conversación entre el cerebro y el intestino también está sujeta a alteraciones. La evidencia clínica nos dice que las enfermedades del ánimo se presentan frecuentemente en conjunto con desórdenes gastrointestinales. En otras palabras, una buena proporción de pacientes que consultan a su médico por ansiedad, depresión y trastornos de pánico, reportan también problemas como diarrea, constipación, hinchazón y dolor abdominal. Por otro lado, cuando se pide a los pacientes que consultan por malestar gastrointestinal que completen un cuestionario para evaluar su salud mental, en ellos se encuentran más signos de ansiedad y depresión que en la población general. Por ejemplo, un estudio publicado el año 2008 por Monika Mussell y sus colaboradores de la Universidad de Heidelberg, indica que el porcentaje de depresión severa en la población general es de 3,9%, mientras que entre los pacientes que sufren de síntomas gastrointestinales, este porcentaje se eleva al 19,1%. Otro dato interesante es que, en personas que han sufrido experiencias traumáticas en su niñez (como la muerte de un familiar, violencia física, sexual o psicológica), los trastornos del ánimo y los problemas gastrointestinales se dan con mayor frecuencia. Por otra parte, el estrés psicosocial (en el cual el individuo está sometido a una situación de amenaza o peligro sostenida) también ha sido asociado con la aparición y empeoramiento del síndrome de intestino irritable.
Estas observaciones realizadas en el mundo clínico han sido de gran utilidad para los científicos que se dedican a investigar el eje cerebro-intestino. Por ejemplo, para simular el síndrome de intestino irritableen ratas de laboratorio, se utiliza una técnica conocida como “separación materna”. Ella consiste en tomar a los cachorros de la rata y separarlos de su mamá por un par de horas diarias durante los primeros días de vida. Esos cachorros, una vez adultos, presentan características similares a la depresión y a la ansiedad, y además tienen alteraciones gastrointestinales y un umbral más bajo al dolor abdominal.”(El medio ambiente, la epigenética y el tejido cerebral)” Similar sintomatología se da en modelos animales de estrés psicosocial: ratones expuestos de manera repetida a la amenaza de un ratón más grande y agresivo, experimentan mayor ansiedad y menor umbral de dolor visceral.
Parte de la investigación que se realiza en estos momentos está enfocada en establecer cuál es el origen de las alteraciones en el eje cerebro-intestino. Como solo una parte de los individuos que sufrieron estrés durante la niñez termina con un problema de ansiedad o diarrea, mientras que el resto no manifiesta síntoma alguno, suponemos que hay una importante participación del componente genético/epigenético. Esto también puede ser replicado en el laboratorio: el efecto del estrés físico sobre la función intestinal no es igual en ratones blancos y ratones negros, que son genéticamente diferentes. Aunque ambos tienen cambios hormonales que reflejan su estado estresado, solo los ratones negros experimentan diarrea crónica. Pero este resultado solo ocurre con un tipo específico de estrés físico, que consiste en restringir el movimiento de los ratones. Con otros tipos de estrés, el ratón negro parece sufrir menos efectos que el blanco. Esto refuerza la importancia de la combinación entre genética y ambiente.
Hay que mencionar que no solamente los trastornos del ánimo (ansiedad, depresión) están asociados a problemas gastrointestinales. Los pacientes que sufren de la enfermedad de Parkinson tienen dificultades para tragar y experimentan reflujo gastro-esofágico. Su tránsito gastrointestinal se ve enlentecido, lo cual genera constipación y complica la absorción de medicamentos orales. Otro trastorno neurológico, como la epilepsia, en algunas ocasiones también puede presentarse con síntomas como nauseas, hinchazón, diarrea y dolor abdominal, especialmente en pacientes adolescentes y niños. La farmacoterapia para el Parkinson, lamentablemente, muchas veces empeora los síntomas gastrointestinales. Por el contrario, en el caso de la epilepsia, los fármacos anticonvulsivantes pueden ser beneficiosos en el tratamiento del malestar gastrointestinal.
El reconocimiento de que existen patologías que cursan con alteraciones simultaneas en el sistema nervioso central y el sistema gastrointestinal representa un desafío para el desarrollo de nuevos tratamientos y de estrategias farmacológicas con acción múltiple, que puedan atacar de manera simultánea, los componentes nerviosos y gastrointestinales de estas patologías.
Fuente: http://www.perezvieco.es
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